Y en momentos como estos, extraño a aquel peligroso amigo de la nostalgia y la bohemia. Extraño al compañero de mi soledad. Extraño, no, no lo extraño, tampoco lo necesito, pero lo quiero, y lo anhelo. Necesito esa mano dañina, cómplice de mis desvelos, en las noches en que el frío arde, en que las puñaladas de los besos regalados por aquellos labios ajenos sangran y desangran de la manera más dolorosa.
En noches, cuando solitario y encantado busco la luna, el -fiel seguidor como un perro que se recuesta a los pies de su amo con los colmillos apuntando a la yugular, pero sin malas intenciones- sabiamente me reconforta con las caricias de su ser, su palabra mágica y calma desborda mi ingenuidad, y yo lo abrazo, creyendo que en ese abrazo la encontrare a ella, soñando que ella también estará abrazando el humo de su cigarrillo pensando en mi. Y mi ingenuidad me permite creer que es cierto, que mi imaginación no me engaña y que por mas utópico es posible, y yo iluso, le creo y apoyo mi cabeza en su regazo, cierro los ojos y sueño, y una sonrisa veo, casualmente es la suya, pero no lo es.